He plantado una rara semilla de Rosa magnética en este vergel en la nube con el fin de crear un lugar de encuentro para algunos de mis relatos y quimeras. Si te pica la curiosidad, aquí encontrarás alguna que otra muestra de mi trabajo como escritor. Te brindo la oportunidad de disfrutar con total libertad del color de mis ensueños, y firmar con un comentario si descubres algo de tu agrado.

lunes, noviembre 22, 2010

LAS AMABLES GARRAS


Lo primero que has de saber es que esta historia, como tantas otras en el mundo, no tiene explicación ni final. Al menos yo no se la he encontrado. Incluso es razonable pensar que en alguna parte de este, nuestro vasto universo, una solitaria niña haya podido vivir algo semejante a lo que aconteció mi querida Karen a sus diez años; y es factible pensar que, tampoco ella, alcanzará nunca a comprender qué o porqué sucedió. Si aun sigues deseando conocer un relato que puede que jamás acerque respuestas a tus dudas, adelante. Yo me lavo las manos.
    Todo comenzó una noche de lluvia como tantas otras, cuando Karen se asomó a la ventana. Tuvo especial cuidado; procuraba no hacer ruido para no despertar a su mamá, que dormía a pierna suelta en el piso inferior. Por aquella misma razón su desorganizada habitación permanecía a oscuras y la niña iba de aquí para allá en cuclillas, ensuciando de polvo sus calcetines blancos. Apoyando sus rodillas sobre la repisa de madera, estiró su cuerpo a fin de asomar la cabeza por el pequeño resquicio de la ventana.
    De inmediato, una brisa gélida le propinó una bofetada en el rostro, y Karen se arrebujó en su batón de lana. Optó por recogerse el cabello con una goma para impedir que ocultara su lindo rostro de nariz respingona al inclinarse hacia la calle. Después, únicamente guardó silencio y contempló la estampa que se divisaba desde su ventana con melancolía.
    Fuera aun llovía. Hacía una semana que las nubes no cesaban en su empeño de descargar sobre la pequeña localidad portuaria. Era la causa de que hubiera escuchado rumores de inundaciones en los subterráneos de la parte éste de la ciudad. Pero a Karen aún no le interesaban tales eventos. Ella se contentaba admirando como el agua corría cuesta abajo por la pendiente, dando saltos al golpear en los adoquines de la vieja subida empedrada.
    Como cabía esperar, no se divisaba ni un alma en la calzada. Hacía algunas horas que la ciudad había caído en un profundo letargo, y la luz de los faroles que se derramaba sobre las calles creaba una sutil sensación de irrealidad que la embriagó.
    -Es hermoso... -susurró para sí.
    Ya habrás reparado en que a mi querida Karen le apasionaba contemplar la lluvia desde la ventana de su dormitorio. Todas las tardes que anunciaban precipitaciones por televisión ella seguía la misma rutina: programaba el despertador cerca de las tres de la mañana y, sin que nadie se percatara, llegado el momento se encaminaba a la ventana con una manta o su batón de lana, se apoyaba en la repisa y, finalmente, se asomaba a la calle para deleitarse con la estampa. Y aquella noche hubiera sido como tantas otras si, de pronto, su vista no hubiera reparado en una mariposa nocturna. ¡Menudo hallazgo! Al instante, sus brillantes ojos relucieron como si acabaran de desvelar un magnífico tesoro. ¿De dónde habría surgido?
    La mariposa en cuestión yacía sobre uno de los tiestos que había colgados bajo la ventana, sin duda con la intención de resguardarse del copioso aguacero. Emborrachada de quimeras, Karen extendió un dedo hacia el insecto y, algo temerosa, lo tocó.
    ¡Magnífico!
    La mariposa alzó el vuelo de un raudo aleteo. A causa del sobresalto Karen apartó la cabeza, y tuvo la mala fortuna de golpearse el cogote contra el marco de la ventana. ¡Qué dolor! Apretó los ojos y se llevó las manos al lugar del impacto, esforzándose por no llorar.
    -Karen... -escuchó una voz familiar que provenía del piso inferior-. Vuelve a meterte a la cama, ¿me has oído? No me obligues a subir -Se trataba de su madre.
    La niña se preguntó como era posible que la hubiera oído, pero enseguida imaginó que era conveniente responder rápido si no quería soportar un aburrido sermón:
    -¡Sí, mamá! ¡Ya voy! -exclamó.
    No obstante, no tenía intención de cumplir su palabra. Esperó unos segundos imaginando que, ahora, su mamá volvería a darse la vuelta bajo las mantas y continuaría sumergiéndose en su precioso mundo onírico. Y, cuando calculó que era buen momento, la niña volvió a asomar el cuerpo por la ventana tratando de ser aun más sigilosa.
    Una de las peculiaridades de esta historia es que ya no había ni rastro de la mariposa. Se había esfumado, aunque no debido a ningún arte mágica. Si mi querida Karen hubiera buscando con ahínco habría dado con ella bajo la canaleta de acero, a donde había ido a parar después de ser molestada. En cambio, lo que ahora llamó la atención de la niña fue un lejano sonido.
    Aguzó el oído. ¿Era real, o se trataba de su imaginación? Hasta el momento, el rasgueo de la lluvia al golpear contra el terreno adoquinado le había impedido escucharlo, pero ahora ya no le cabía duda alguna; en algún lugar de la calle un gato estaba maullando.
    Llegado a este punto me veo en la obligación de retroceder en el tiempo algunos meses. De otro modo, muchos de vosotros no comprenderíais qué sentimiento empujó a mi querida Karen a actuar como lo hizo. Se trata del décimo cumpleaños de la niña. Su tío Ignacio ha tenido la fantástica idea de obsequiarle un pequeño gatito blanco. Se llama Leo. Como es lógico pensar, la ilusión de Karen se desborda desde el mismo instante en el cual lo toma entre sus brazos y le hace unas caricias en el lomo. «¡Un gatito!» Nunca hubiera soñado nada mejor.
    Durante algún tiempo Leo es su mejor amigo. Se afila las uñas en las patas de las sillas y, a pesar de las voces de la mamá de Karen, Leo ha logrado convertirse en uno más de la familia. Pero algo terrible está a punto de suceder. Leo tiene la osada costumbre de pasear por el tejado y, una tarde soleada, corre la mala suerte de precipitarse al vacío.
    Leo aterriza sobre sus cuatro patas. ¡Bravo! Pero algo anda mal. En lugar de dar uno de sus habituales maullidos de protesta, Leo escupe unas gotitas de sangre, se tambalea y desploma sobre los adoquines. La pequeña Karen no llega a presenciar el acontecimiento; aun está en el colegio metiéndose en la cabeza que la "fotosíntesis" es el proceso químico que tiene lugar en las plantas con clorofila y que permite, gracias a la energía de la luz, transformar un sustrato inorgánico en materia orgánica rica en energía. Pero, al llegar a casa, ya no hay ni rastro de su amigo Leo, y su madre la recibe con una trágica noticia:
    -Cariño... Leo ha decidido marcharse de vacaciones... Y no volverá.
    -¿Vacaciones?
    La niña acoge la noticia con ilusión, mas pronto se percata de que ha tenido un extraño resultado en el curso natural de sus pensamientos... Ya no puede evitar imaginarse que tal le irá allá, en las Bahamas. Y, si bien por una parte se alegra de que al fin haya decidido ponerse moreno, por otra se siente incomoda. Una feroz idea la carcome por dentro hasta el punto de arrebatarle el sueño: ¿Por qué ha decidido que no iba a regresar? ¿Acaso... ya no eran amigos?
    Ahora, mi querida Karen había oído claramente el maullido de un gatito, y ni la mayor evidencia del mundo le hubiera convencido de que no se trataba de su querido Leo, que había regresado de la playa con un par de maletas cargadas de recuerdos. ¡Tenía que ir a recibirlo!


Fuera estaba oscuro. Las sombras presionaban los parpados de Karen como si sobre estos hubieran derramado una espesa tinta que ahora recorría su rostro en forma de lágrimas negras. La niña se arrebujó en su chubasquero y miró en derredor con aprensión, tratando de no prestar atención a la gélida brisa o al copioso aguacero. Se las había apañado para salir de casa sin despertar a su madre (todo un logro), aunque ahora, pertrechado su croquis para reencontrarse con Leo, comenzaba a sospechar que tal vez no hubiera sido una idea tan fantástica.
    Tenía miedo. En realidad era algo más que eso: Karen estaba aterrorizada. Alzó la vista unos momentos y, allá arriba, a cientos de kilómetros entre las espesas nubes negras, alcanzó a distinguir durante unos instantes la silueta de una Luna llena.
    Un desagradable escalofrío recorrió su espina dorsal.
    -¡¿Leooo?! -llamó en alto desde el portal de su casa, tratando de apartar de su mente aquellos sombríos pensamientos que le musitaban acerca de sedientos vampiros y terroríficos monstruos-. ¡¿Leooo?! ¡¿Dónde estás?!
    No escuchó respuesta.
    A pesar del temor que le inspiraba el extremo oriental de su calle, donde un farol parpadeaba a causa de la incompetencia de los empleados del ayuntamiento, Karen hizo de tripas corazón y se encaminó en aquella dirección en busca de su gatito. A fin de cuentas nunca se había topado con ninguno de aquellos seres que aparecían en las ilustraciones de sus cuentos. Incluso pudiera ser que, tal y como venía sospechando, fueran invento de terceros.
    En cuestión de minutos alcanzó el cruce, punto de intersección entre la carretera del norte y el camino empedrado que subía en dirección a la ermita. Los autobuses que se dirigieran al barrio residencial se detendrían en aquel lugar, y mi querida Karen (que cada mañana se veía en la tediosa obligación de tomar el transporte público para dirigirse al centro y asistir a la escuela) lo sabía muy bien. Se paró y volvió a otear su alrededor minuciosamente.
    -¡¿Leeo?! -repitió en alto-. ¡¡¿Leeoo?!!
    Aguzó el oído. Y... de nuevo, el sonido de la lluvia.
    ¿O no?
    Cuando la niña estaba a punto de derramar una solitaria lágrima escuchó el maullido de un minino. Fue un sonido tan claro que, aquella vez, no pudo culpar a su imaginación. En un abrir y cerrar de ojos su rostro volvió a resplandecer a causa de la emoción. Y, si bien todos los gatos tienen un timbre de voz similar, mi querida Karen estuvo convencida de que aquel maullido únicamente podía pertenecer a su adorado Leo. No se lo pensó dos veces. Se lanzó al encuentro de su mascota y aquella vez no tuvo en cuenta ni la lluvia ni los numerosos charcos de la calzada. Tampoco la detuvo el miedo cuando descubrió que el sonido procedía del interior de un oscuro callejón que desprendía un fétido hedor a tripas de pescado. ¡Estaba eufórica!
    -¡¡Leeeooo!! -exclamó con alborozo.
    Pero, apenas había terminado de pronunciar el nombre de su amado minino cuando, mi querida y dulce Karen, ahogó un alarido de espanto al toparse de bruces con los brillantes ojos de aquella siniestra sombra siempre presente en sus peores pesadillas...
    Es en este instante cuando se dan lugar los hechos que cambiarían para siempre la vida de la niña. Me veo en la obligación de advertir que, quizá, tú tampoco halles explicación racional a los acontecimientos. Pero yo, como simple narrador del argumento y autor del relato, me veo en la obligación de exponer la situación tal y como, tal vez, sucedió:
   El paraguas salió despedido por los aires cuando a Karen le fallaron las piernas y se precipitó al suelo sobre uno de los charcos. Se le erizó el vello de la nuca a causa del pánico y sintió los acelerados latidos de su corazón golpeando contra sus costillas. Apartó la vista de aquello que se encontraba frente a ella y cerró los párpados en un desesperado intento por despertar del horrible sueño y descubrir que en realidad todo había sucedido en el interior de su particular mundo onírico... Pero la gélida lluvia empapaba su rostro, ¡y se sentía muy real!
    Cuando aquella siniestra sombra de brillantes ojos dio un paso al frente y quedó vagamente iluminada por el alumbrado público, lo primero que resaltó en su rostro fueron unos descomunales colmillos que asomaban tras los oscuros labios de un prominente hocico peludo. Naturalmente, la niña sintió un golpe de pánico que la obligó a gritar. Amargas lágrimas recorrieron sus mejillas, y todo su cuerpo comenzó a tiritar asemejando un pollito caído del nido.
    Alguna luz se encendió en los bloques colindantes. Vecinos alertados por el aullido de la pequeña se precipitaban hacia la calle, en su auxilio.
    Descuida, puedes respirar con calma. Nada funesto ocurrirá hoy. En esta historia, como en tantas otras, no todo es lo que parece. Sin embargo, mi querida Karen aún no lo ha averiguado... aunque estaba a punto de descubrirlo con una gratificante sorpresa:
    La intención de la sombra no era la de atemorizar a la pequeña. Por el contrario. Alargó una de sus zarpas y, con la precisión de un cirujano, utilizó el extremo de las uñas de sus dedos pulgar e índice para tomar cuidadosamente el mango del paraguas tirado en el suelo. A continuación lo levantó y se resguardó bajo él. Sin embargo, y debido a su descomunal tamaño, apenas alcanzó a tapar una parte de su voluminosa cabeza peluda.
    Para entonces mi querida Karen había dejado de chillar. Ahora contemplaba la escena con incredulidad. Y, de esa peculiar manera que tienen los niños de saltar de la risa al llanto en un parpadeo, Karen encontró tan cómico ver a una criatura tan tremenda sosteniendo un paraguas tan diminuto que no pudo evitar esbozar una frágil sonrisa burlona.
    Fue entonces cuando aquel enorme leviatán volvió a inclinarse hacia la pequeña. Ahora, sus movimientos estuvieron llenos de una gracia tan natural que evitaron que la niña volviera a ponerse a chillar de terror. Alargó la zarpa con la cual sostenía el paraguas y la resguardó de la copiosa lluvia que, sin percatarse, aun empapaba su rostro.
    La niña parpadeó perpleja.
    -Gra-gra-gracias... -tardó en musitar.
    La criatura pareció sentirse complacida, pues asintió con elegancia.
    Por su parte, mi querida Karen apenas alcanzaba a creer nada de lo que estaba sucediendo en aquel siniestro callejón. Era de entender; nadie la había preparado nunca para enfrentarse a una situación semejante. Y, cuando sus pequeños dedos rosados acariciaron sutilmente las descomunales zarpas de la sombra para tomar el paraguas, sintió un extraño cosquilleo muy agradable.
    Pero, ¿qué clase de ser era aquel?
    Algo más calmada al saber que no sería ferozmente devorada, Karen achinó los ojos con intención de distinguir mejor la silueta del leviatán en la oscuridad. A pesar de ocultarse en las sombras alcanzó a distinguir una serie de detalles que le sirvieron para hacerse una idea de como debía ser. En primer lugar, advirtió , se sostenía sobre sus patas traseras, aunque no eran similares a sus piernas; aquellas tenían el aspecto de unas garras con mucho vello. Probablemente hubiera podido hacerla puré de tan solo un descuidado pisotón. No supo calcular a simple vista que altura tendría; en cambio imaginó que, de proponérselo, el monstruo alcanzaría a tocar (y superar) el extremo más alto de una farola sin la menor dificultad. Sobre su cabeza, dos puntiagudas orejas se movían en distintas direcciones captando diferentes sonidos.
     Más calmada, Karen se puso en pie. Y, como toda una señorita, no dudó en hacer una respetuosa reverencia. Entonces, le dirigió unas palabras:
    -Usted... no va a hacerme daño... ¿verdad?
    Se dirigió hacia él tratando de emplear su mejor vocabulario, que no era poco. No estaba segura de si la sombra la iba a comprender, pero prefirió ser precavida y recatada a orgullosa y meter la pata. Para su asombro, la criatura negó lentamente al tiempo que daba un paso hacia atrás, marcando las distancias. No tenía ninguna intención de lastimarla.
    Karen aun sentía curiosidad:
    -¿Podría, tal vez, decirme cual es su... nombre?
    Dada la naturaleza de los acontecimientos sería preferible no denominar (ni recordar) a aquella magnífica criatura como un vulgar monstruo. Y, debido a que el ser no se expresó con ningún lenguaje hablado que mi querida Karen lograra comprender, la niña jamás supo su autentico nombre. He ahí la razón de que, en sus recuerdos, fuera bautizado como: "el Lobo". A pesar de su desmesurado tamaño y sus poderosísimas mandíbulas, ahora, el Lobo había dejado de causarle miedo. Así, la niña dio unos pasitos hacia él y dijo entusiasmada:
    -Yo me llamo Karen. Encantada.
    El Lobo retrocedió, ocultándose aun más en la oscuridad. Saltaba a la vista que hubiera preferido no ser descubierto, lo cual llamó aun más la curiosidad de la niña. ¿Qué hacía en un lugar semejante? ¡Aquello era una ciudad! Suficientes películas había visto a lo largo de su vida como para deducir que, si otras personas daban con él, tratarían de capturarlo, y hasta era posible que desearan diseccionarlo. Aún no era muy consciente del auténtico significado de aquella palabra, pero no le sonaba a nada bueno. ¡Tenía que impedirlo!
    Preocupada, la pequeña se apresuró a decir:
    -¡Señor, puede esconderse en mi casa, bajo la cama! Comprendo que los monst... digo, los seres como usted prefieren guarecerse en esos lugares, ¿verdad que sí?
    Dio la casualidad de que comenzaron a oírse voces cercanas al callejón. Karen se estremeció como si hubiera recibido una sacudida eléctrica. Sin duda, sus gritos habían hecho el efecto deseado: un ejército de vecinos preocupados corrían en su busca. Se selló la boca con las manos a fin de guardar silencio, pero ya era demasiado tarde.
    -¡Debe marcharse ahora! -exclamó inquieta.
    No obstante, la pequeña no tuvo más que mirar fijamente los brillantes ojos de el Lobo para comprender que no tenía nada que temer por él. No solo porque hubiera hecho falta una docena de tanques y al menos una veintena de helicópteros armados hasta los dientes para neutralizarlo (saltaba a la vista), sino por su astucia. Cuando sus miradas se cruzaron, Karen sintió algo semejante a lo que había vivido el día que contempló la fotografía de su padre por primera vez. De algún modo que no alcanzó a comprender, el Lobo no solo era una gran mole de músculos, bello y garras; sus ojos eran los de un ser sorprendentemente capaz.
    Karen bajó la vista al suelo. Había comprendido cuales eran las intenciones de el Lobo, y le entristecía la idea de no poder hacer nada para ayudarlo. Sólo unos segundos antes de verlo desaparecer, la pequeña preguntó con melancolía:
    -¿...Volverá?
    La respuesta de el Lobo fue, posiblemente, una de las más sorprendentes que mi querida Karen recibió nunca. El ser se arrodilló ante ella en un inútil intento de ponerse a su altura. Karen no sintió el mínimo temor, y se aproximó tanto que alcanzó a oír su respiración. En otras circunstancias la niña no hubiera dudado en abrazarlo como si se tratara de un desmesurado peluche maloliente. El Lobo extendió una de sus zarpas, la abrió como si se tratara de un cofre, y Karen advirtió con estupor que, en su interior, hecho un ovillo sobre las mullidas almohadillas de las garras de el Lobo, había un diminuto gatito pardo...
    -¡¡Leo!! -exclamó ella, atónita.
    Pero se equivocó. Aquel no era su adorado Leo, pero sí el mismo gatito que, minutos antes, había maullado en la calle robando su atención y empujándola a salir.
    Karen miró a el Lobo y comprendió que era un obsequio, aunque también algo más. Si bien aquel ser tampoco uso palabras para comunicarse con la niña, no hicieron falta. Ella entendió que el gatito debía permanecer a su lado y, que además de un regalo, se trataba de un mensaje que debería ir descifrando a lo largo de los años.
    -Lo haré -le prometió.
    Sin deshacerse del paraguas, Karen tomó al gatito entre sus brazos, dispuesta a cumplir su palabra. Le hizo unas caricias bajo el mentón a fin de que se sintiera cómodo y le dio un tierno beso en la cabeza. Iban a ser grandes amigos.
    Nuevamente la niña levantó la mirada hacia el Lobo. ¡Deseaba tanto darle las gracias! Pero este se había desvanecido. Karen parpadeó perpleja. Estaba tan ofuscada en sus pensamientos, tratando de comprender qué había ocurrido de verdad en el interior de aquel callejón, que ni llegó a percatarse de la presencia de sus vecinos.
    -¡Karen! ¡Karen! ¿Eres tú, pequeña? Ay, Dios mío, ¿qué te ha ocurrido? -preguntaba con preocupación la señora Arias, su amable vecina del edificio de enfrente.
    La tomó en sus brazos y la apretó con fuerza contra su pecho. A su alrededor se congregaron más vecinos. La mayoría estaban en batón, pantuflas, y se refugiaban del chaparrón bajo sus respectivos paraguas. Todos la miraban con agitación, deseosos de saber que había ocurrido. ¿Por qué había chillado en plena noche? ¿Qué hacía allí sola, en mitad de un oscuro callejón?
    Karen no respondió a ninguna de sus preguntas. Bajó la vista hacia el gato que ceñía contra su pecho a fin de darle calor, y esbozó una sonrisa cuando el animal abrió los ojos y dio un tenue maullido, tan similar al de su apreciado Leo que la hizo soñar.


Como ya sospecharás, de poco sirvió que mi querida Karen contara a todo aquel que se topara por la calle su sorprendente anécdota. Nadie la creyó. Tampoco sirvieron de mucho los numerosos dibujos que hizo detallando con gran exactitud la anatomía de el Lobo. Y, conforme fue madurando, la incredulidad de los demás llegó a hacerla pensar que, posiblemente, sólo se hubiera tratado de una simple fantasía de niña pequeña. A fin de cuentas, y desde hace algunas décadas, ya nadie (tan solo algunos párvulos) creen en ese tipo de quimeras...
    No obstante había algo que, a pesar de los años, no había cambiado. A sus recientes dieciséis años Karen continuaba programando el despertador todas las noches de lluvia, aunque los exámenes, amigas y demás responsabilidades no se lo permitían tan a menudo como ella quisiera. Ahora, además, había alguien compartiendo su cama cada noche: era su particular gato pardo. Aquel, en lugar de recorrer los tejados en busca de aventuras, tenía la curiosa costumbre de quedarse dormido sobre la panza de su dueña, así como la de maullar a la Luna llena tres noches al mes.
    Lo llamó Lobo.
    Aun hoy, todas las tardes, Karen y Lobo salen a pasear por el barrio. Y, todas las tardes, ambos lanzan una fugaz mirada en dirección al callejón cada vez que alcanzan el cruce, punto de intersección entre la carretera del norte y el camino empedrado que sube en dirección a la ermita. Hoy tampoco hay ni rastro de el Lobo. Pero la joven esboza una sonrisa, lanza una fugaz mirada hacia su gato Lobo, y musita para sí:
    -Nada es imposible.



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2 comentarios:

DARIES dijo...

Este es, posiblemente, uno de los relatos que más rápido he escrito. No sólo porque me resultó muy sencillo plasmar las ideas sobre el papel, sino porque cuando comencé a trabajar con él, ni siquiera tenía en mente nada más allá del título. Me dediqué a escribir las primeras líneas del relato y, conforme avanzaba, este fue adquiriendo volumen en mi cabeza. Es una de las razones por las cuales no estaba seguro de cual iba a ser el final del relato hasta que, sin darme cuenta, lo acabé.
Decidí añadir el termino "mi querida" antes del nombre de la niña para hacerlo más personal, como si realmente hubiera sucedido algo tan extraño y yo tuviera el placer de poder contarlo desde una perspectiva muy especial. Además, el personaje de Karen me fascina, al igual que el nombre. De pequeño conocí a una encantadora niña llamada así, y estoy seguro de que me he dejado influenciar por el buen recuerdo que tengo de ella a la hora de trabajar con la inocencia de mi protagonista.

¡Un fuerte saludo!

Anónimo dijo...

Sencillamente increible (:

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