He plantado una rara semilla de Rosa magnética en este vergel en la nube con el fin de crear un lugar de encuentro para algunos de mis relatos y quimeras. Si te pica la curiosidad, aquí encontrarás alguna que otra muestra de mi trabajo como escritor. Te brindo la oportunidad de disfrutar con total libertad del color de mis ensueños, y firmar con un comentario si descubres algo de tu agrado.

jueves, noviembre 25, 2010

PAPALOTL


Cuenta la leyenda Náhuatl:
" Si quieres que un deseo se haga realidad,
debes contárselo a Papalotl la mariposa.
Como no emite ningún sonido sólo podrá
transmitirlo a Xochiquetzal,
diosa de la alegría y las flores.
Si pides tu deseo y liberas la mariposa,
este llegará al más grande de los cielos
y se cumplirá, te lo prometo."

Muerte
Lo último que alcanzó a ver antes de que su vista se nublara para no contemplar el final fue su mano contraída por la agonía, desgarrando el firmamento. Un punzante dolor atravesó su pecho, e invisibles garras negras le arrebataron el alma. Su malherido corazón se contrajo duramente en un último latido afín a un suspiro que se apaga, y después todo cambió.
    El joven guerrero Azteca cayó desplomado al suelo arenisco con los brazos extendidos asemejando una balanza. A su derecha soportaba el peso de una afilada espada teñida de rojo sangre, y a su izquierda cargaba con algo invaluable: nada menos que su propio destino.
    Pero algo extraño sucedía. Ligado a este último halló calidez, así como una sutil sensación similar a una intuición. Y, a pesar del desconcierto que le causó en primera instancia, el joven guerrero comprendió enseguida que era nada menos que la posibilidad de elegir, la oportunidad de tomar un camino distinto al recorrido hasta el momento... Una segunda oportunidad.
    «Lo deseo —pensó con su último aliento.»
    "El hombre desconoce si puede impedir que cada mañana salga el Sol porque prefiere limitarse a cerrar los ojos —escuchó una voz que parecía surgir del interior del propio astro—. Dime, ¿de verdad deseas cambiar aquello que ahora eres?"
    «Lo deseo —repitió con convicción.»
    Hubo un breve silencio, tras el cual oyó:
    "Bien, que así sea pues."
    Y de aquel modo, a las puertas de una muerte violenta y precoz, el joven guerrero Azteca fue sentenciado a vivir la vida que él mismo había elegido. Después, como una vela que se apaga o una piedra que se hunde en el estanque, fue desapareciendo del mundo hasta convertirse en un lejano recuerdo de lo grande que fue un día.
    Ahora nada volvería a ser igual.


Renacer
Su muerte en batalla no fue la primera, y por desgracia tampoco la última. Y aun en vida su existencia giró en torno al oscuro ser de la guadaña. Desde que pudo sostenerse con sus propias piernas sus mayores le hablaron de la guerra y sus costumbres, y por supuesto también del sabroso fruto de la victoria. «La derrota del enemigo —repetían con demasiada frecuencia—. ¡Nuestro triunfo!» Y, a pesar de que toda moneda tiene su cara oculta, el joven guerrero Azteca siempre ignoró las verdaderas consecuencias de sus contiendas... Claro, hasta la fecha.
    «¡De haberlo sabido! —reflexionaba ahora que se veía envuelto por una asfixiante oscuridad—. Tal vez hubiera podido tomar otro camino.»
    Pero, ¿qué importancia tenía ya? Había muerto y ahora sólo cabía esperar. ¿A qué? Lo ignoraba. ¿Cuánto? Tristemente eso ya daba igual.
    De pronto, una luz blanca irrumpió en su nuevo mundo de sombras y le acarició el rostro con suntuosos dedos invisibles. Era cálida y agradable, en claro contraste a las oscuras falanges de la muerte que lo habían expulsado de la tierra de los vivos.
    "Ya es momento —oyó."
    Pero, ¿momento para qué? ¿A quién pertenecía aquella voz que escuchaba susurrar de vez en cuando? Lo ignoraba. No obstante fue entonces cuando el joven guerrero se sintió emerger de la profunda oscuridad. Notó como renacía una sutil llama en su interior, y despertó. Desconcertado, bostezó con ganas tal y como si abriera los ojos tras un plácido sueño. Incluso había dejado de sentir el dolor de la herida en su pecho. Estiró todo su cuerpo y...
    ¡Algo andaba mal, ya no era él!
    Alcanzó a apreciar la brisa del viento hondeando entre unas frágiles alas color de oro, contempló unas largas antenas sobresaliendo de su negra cabeza, y se sostuvo sobre unas delgadas patas, seis en total, que posaban sobre un cuerpo sin vida: el suyo propio.
    En un pestañeo su fuerza se había tornado debilidad, y su humanidad nada menos que otra cosa: una inocente mariposa; Papalotl en su idioma.


Súplica
Gritar. Fue lo único que deseó. Gritar tan alto como para estremecer el mundo entero. No obstante su débil vocecilla no salió aguda ni grabe. Por el contrario, apenas fue un lejano rumor en un vasto mundo sin fronteras. Y nadie lo escuchó. El joven guerrero Azteca estaba solo.
    "¿Acaso no era este tu deseo? —oyó de nuevo."
    —¿Deseo? —preguntó él, desconcertado.
    ¿Insinuaba que no había sido una ficción?
    —¡Muéstrate! —exclamó enfurecido—. ¡Muéstrate ahora mismo!
    Pero, antes de que el joven tuviera tiempo de meditar sobre lo ocurrido, una ondanada de viento caldeado le alzó sin esfuerzo y lo zarandeó de un lado a otro, y para cuando logró comprender lo que sucedía el guerrero se vio alejado de su cuerpo muerto. Atrás quedó su silueta, vestida únicamente con braguero y sayas de cuero de fibras tejidas. Los adornos y las pinturas del rostro, así como las orejeras y las plumas habían pasado entonces a ser banales objetos de otra vida.
    Entre una vuelta y otra solo se le ocurrió rezar:
    —¡Oh, dioses! Decidme  —exclamó con fe—, ¿qué destino me depara?
    Pero aparentemente fue en vano. ¿Debía suponer pues que también ellos lo habían abandonado a su suerte? ¿Con qué oscuro propósito?
    Momentos antes de la puesta de Sol la mariposa, antes persona, alcanzó a posarse en la rama seca de un arbusto cualquiera. Plegó sus frágiles alas y usó sus seis delicadas patas para aferrarse con empeño a la corteza, esperando a que el desierto dejara de soplar.
    —¡Ay, dioses! —repitió una vez más, a la búsqueda de la señal que no llegaba—. Decidme, os lo ruego: ¿qué he hecho yo para merecer esto?
    Silencio.
    —¿Qué será de mí ahora que no soy nada?
    De aquel aciago modo transcurrieron los días, a cada cual más desolador. Afianzado a la rama seca, la nueva Papalotl aguardó en vano el deseo de sus dioses. Hubo de soportar intensa sed y hambre, y las altas temperaturas tampoco le dieron respiro. Sólo al finalizar el quinto día el antaño joven guerrero Azteca se dio por vencido, aunque no de buena gana.
    «Realmente... estoy solo.»
    Suspiró alicaído y dio media vuelta. Con el estomago vacío y el alma en pena, la ahora hermosa mariposa dio unos pasitos hacia su nueva vida. 


Semblanza
Papalotl tomó rumbo oeste, hacia poniente, en persecución del nuevo rey en los cielos: la Luna. En su viaje no esperaba hallar alegrías ni riquezas; aquellas preocupaciones que pertenecen a los hombres habían quedado atrás, junto a su cuerpo muerto. Ahora anhelaba algo distinto, algo similar en apariencia a una respuesta... Aunque aun ignoraba a qué clase de pregunta.
    Conforme transcurrieron las horas sus lentos pasitos se fueron tornando en rápidos aleteos. Con las alas extendidas y el corazón en vela, Papalotl vio sus extremidades alzarse del suelo algunos metros. Y tan sólo le hizo falta algo de práctica para aprender a variar el rumbo y la altitud. Pues aun lento pero seguro la mariposa aprendió a volar. ¡Qué satisfacción poder ser fiel compañero del viento! Ahora que su temor se había desvanecido podría resultar que, ser una frágil mariposa dorada, no fuera algo tan horrible después de todo.
    En pocos días Papalotl aprendió a volar, aprendió a cazar diminutos insectos o alimentarse del dulce néctar de las flores. Aprendió a dormir sin arrugar sus alas e incluso a beber con su trompa del fresco rocío de la noche. ¿Cuánto más le quedaba?
    Cientos de novedosas sensaciones recorrían su diminuto cuerpo. Le producía un extraño cosquilleo admirar su elegante imagen reflejada en la superficie de los charcos, y hasta sentía placer al ser acariciado por la sutil brisa de céfiro. En una ocasión incluso llegó a exaltarse de emoción, tal y como lo hubiera hecho un niño, al vislumbrar a no mucha distancia el gracioso aleteo de algunas camaradas mariposas.
    «¿Serán cómo yo? —se preguntó a si mismo.»
    Cabía la posibilidad de que se trataran de valerosos guerreros que, como él en su momento, dejaron sus vidas atrás luchando por aquello que un día creyeron importante.
    «Pero sólo tal vez.»
    Papalotl prefirió no desviar su rumbo, como atraído por una melodía inaudible que lo conducía hacia poniente. Y, antes de lo que pensaba, fue sorprendido por la primera Luna llena de su nueva vida. Desde la copa de un árbol cuyo nombre desconocía, de retorcidas ramas y hojas finas, la mariposa miró hacia las estrellas y en una nueva ocasión formuló su pregunta:
    —¡Oh, Dioses! ¿Por qué este regalo?
    El mismo se sobresaltó al escucharse. ¿Regalo? ¿En qué momento había pasado a considerar su maldición cómo un obsequio? Extrañaba la vida que había dejado atrás, tanto la que tuvo como la que aun quedaba por llegar; pero, en algún vasto rincón de su ser, Papalotl comprendió que para él morir había sido el único camino para abrir sus ojos al mundo, y vivir. Sólo gracias a su insignificancia se había detenido a observar algunas de las infinitas pequeñeces que hacen grande el universo.
    —Dioses... y madre Tierra...  —acabó diciendo antes de caer rendido—, sabed todos que os estoy inmensamente agradecido.


Desafío
A la mañana siguiente, mientras las ramas más altas de la copa del árbol lo cunaban y del horizonte surgían los primeros rayos de sol, Papalotl despertó sobresaltado.
    "¡Cuidado! —escuchó una voz que le susurró muy cerca."
    Agitó sus alas y se giró por completo, y de un solo vistazo analizó su entorno. Enseguida advirtió dónde estaba el peligro. Un elegante pájaro de pecho anaranjado bailoteaba de rama en rama en busca de algo que llevarse al pico. En otras circunstancias contento se habría detenido a observarlo, pero dado el caso pensó que lo más prudente sería ponerse a salvo. Ahora que por fin le había tomado el gusto a eso de ser mariposa, lo que menos deseaba era convertir su suerte en desdicha.
    Tarde. En un segundo los oscuros ojos del ave se posaron en su vistosa figura. Papalotl advirtió como la expresión del pájaro se tornó en alegría. Abrió y cerró el pico como si ya lo estuviera saboreando, y preparó sus alas para alzar el vuelo.
    Pero Papalotl permaneció inmóvil. Estaba aterrado.
    —¿Qué debería hacer? —preguntó en alto.
    Entonces, unas hojas secas se desprendieron del árbol y cayeron al suelo describiendo unos llamativos círculos en el aire. Aquél movimiento también pareció llamar la atención del risueño pájaro, que por unos instantes desvió la mirada.
    "¡Ahora! —escuchó Papalotl."
    Y la mariposa no perdió un segundo.
    Agitó sus alas y en un parpadeo ya había levantado el vuelo. Seguidamente se dejó caer en picado y dio un hábil giro de ciento ochenta grados al cruzar la segunda rama a la derecha. ¡Nunca había volado tan veloz cómo aquella mañana!
    Pero el pájaro se le adelantó.
    No alcanzó a verlo surgir de entre las hojas, aunque sintió la dolorosa sacudida cuando lo agarró por una pata. Papalotl se retorció, se agitó con violencia y trató por todos los medios de librarse del oscuro pico que lo tenía apresado. ¡Y lo logró!
    Pero fue a un alto precio...
    Atrás dejó Papalotl su pata. Bien pensado fue afortunado; no todos se encaran a la muerte dos veces consecutivas y tienen la suerte de poder contarlo.
    "¡El peligro aun no ha pasado! —volvió a oír."
    Papalotl reaccionó. ¡Era verdad! El pájaro se tragó su pata y volvió a lanzarse a por otro bocado. Papalotl, por su parte, se esforzó en olvidar el intenso dolor y continuó volando aprisa, esquivando las ramas que salieron a su encuentro. Llegado el momento preciso, se aseguró de que el pájaro lo perseguía y realizó una nueva y arriesgada caída en picado. No obstante aquella vez lo tenía todo calculado. Alzó el vuelo en el último segundo, dio un astuto giro y aguardó a escuchar como el ave, desconcertada, se dio de bruces contra el polvo.
    Papalotl volvió a respirar con calma.
    —Amigo mío, aun no se quién eres —dijo en alto, refiriéndose a la voz que le había hablado en distintas ocasiones—, pero ya suman dos las veces que te debo la vida.


Noviembre
Tras el mencionado accidente Papalotl no se anduvo con tanta tontería. Descubrió qué poco tenía que ver ser persona o mariposa para sentir las ganas de vivir, y que aun sin una pata podía llegar a ser inmensamente feliz. Después, los días transcurrieron con una facilidad pasmosa. Tal fue así que pronto llegaron las semanas, y más tarde los meses.
    En aquel tiempo Papalotl no varió su rumbo y, como atraído por un mágico aroma continuó volando en dirección a poniente. Desconocía qué o quién era aquello que le esperaba en su destino, ¡o incluso si disponía de uno!, pero reconoció que, alguien o algo, lo estaba llamando.
    «¿Será el deseo de los dioses? —dudó.»
    Sólo al cabo de varias Lunas llenas, cuando casi había olvidado que no siempre fue una graciosa mariposa, cierta duda asaltó su pensamiento:
    «¿Qué fecha es hoy?»
    Si no recordaba mal, primero de Noviembre.
    —¡Primero de noviembre! —repitió en alto.
    ¿Por qué le resultaba tan familiar aquella fecha en concreto? Papalotl se detuvo en lo alto de un arbusto y trató de cavilar. Tenía la vaga sospecha de haber escuchado nombrar aquel día con anterioridad (tal vez en su niñez), pero desconocía el motivo.
    Afortunadamente, enseguida advirtió que no se encontraba solo. A menos de dos ramas de distancia algunas mariposas monarca parecían descansar tras haber realizado una larga travesía. Se hallaban congregadas en torno a unas flores, y bebían de su néctar.
    —¡Eh, amiga Papalotl! —llamó a una de sus brillantes compañeras—. ¿Podrías decirme si a ti también te es conocida en algo la fecha de hoy, primero de noviembre?
    La mariposa amiga lo miró con sorpresa.
    —Los Mazahuas llevan a cabo su ceremonia —explicó—, y bailan y cantan toda la noche a sus muertos. Por eso todas volamos rumbo a la pirámide.
    —Salta a la vista que habéis recorrido un largo camino, tal y como he hecho yo. Aun no conozco mi destino, pero me gustaría saber si está a mucha distancia.
    —Lo ignoro.   
    —¿Tú fuiste un guerrero en su día, tal cómo lo fui yo?
    —Lo importante, amigo mío, es lo que soy ahora.
    Papalotl no preguntó más. Había averiguado lo que anhelaba saber. Y, consciente de que todos compartían el mismo futuro, prefirió imitar a sus compañeras. Al igual que ellas se alimentó del néctar de las flores, y cuando llegado el momento alzaron el vuelo en silencio, él las siguió.
    Se le hizo extraño volar en compañía de otras mariposas. Todas ellas eran muy hermosas, de brillantes colores y suntuosas formas. No pudo evitar preguntarse si también ellas estarían siendo llamadas por el destino, tal y como le sucedía a él, o era algo distinto.
    «Tal vez —se le ocurrió— la clave esté en la pirámide.»
    Por fortuna no hubo de esperar demasiado para resolver, al menos, una de sus infinitas dudas. Enseguida se vio situado a la cabeza del grupo y, cuando aquello sucedió, Papalotl se volvió hacia el resto de mariposas, quienes se apresuraron a comentar:
    —Sólo tú puedes indicarnos el camino.
    Papalotl las miró con ingenuidad.
    —¿Yo? No entiendo el motivo.
    —La razón debes dártela tú mismo —respondieron.
    No lo comprendió, pero Papalotl acabó asintiendo.
    «¡Qué remedio!»
    Se hizo a la idea de que la decisión de aquellas mariposas estaría justificada... ¿De qué otro modo si no iban a decidir compartir su camino? Y, como ya de por si Papalotl tenía un rumbo establecido, concluyó que a lo mejor sus compañeras estaban en lo correcto.


Final
Aquel mismo día, próximo el anochecer, alcanzaron su destino.
    Sólo al vislumbrar la pirámide Papalotl comenzó a tomar conciencia de la importancia de los acontecimientos que se estaban dando lugar aquella tarde. Alcanzó a escuchar como algunas gentes entonaban rítmicos cánticos que provenían de la base de la estructura. Habían encendido una serie de fogatas, y bailaban con alegría. «¡Los Mazahuas! —recordó». Además, ahora no eran ni una ni dos, ni siquiera veinte o treinta las mariposas que volaban junto a él, ¡sino un verdadero ejercito! Las había rojas, verdes, negras y hasta del color de la plata.
    «Dioses, madre tierra..., ¿es por esto que morí? —preguntó Papalotl alzando la mirada a las estrellas—. ¿Para servir de emisario y guiar la vida hacia su destino?»
    Entonces, las cientos o tal vez miles de mariposas que acompañaban a Papalotl alzaron el vuelo y se dirigieron todas hacia lo más alto de la pirámide de piedra. Allí arriba comenzaron a girar como en un místico baile, y el aleteo de sus alas se convirtió en un torbellino de colores muy brillantes que acabó por hechizar a Papalotl.
    Y también ocurrió algo más...
    Una tras otra, las mariposas de aquel místico torbellino comenzaron a desvanecerse, y en su lugar fue surgiendo una silueta: la figura de un hombre muy anciano que reposaba sobre un nudoso bastón de madera. Si Papalotl aun hubiera conservado sus párpados de joven guerrero Azteca sin duda habría pestañeado con fuerza debido a la incredulidad.
    Al final sólo quedó una única mariposa, acompañada por un hombre sin rostro. La mariposa dio unas vueltas alrededor de la cabeza calva del anciano hasta que optó por posarse donde hubiera estado su nariz. Una vez allí, extendió las alas a lo largo de su arrugada tez tanto como le fue posible y, al hacerlo, Papalotl comprobó con asombro como los dibujos de sus alas cobraron vida y formaron los achinados ojos, pequeña nariz y gran boca de aquel extraño personaje.
    "Aproxímate, amiga Papalotl —oyó una voz."
    Papalotl no se acobardó, pero tal era su asombro que tardó en reaccionar. Esperando sinceramente no equivocarse, se arrimó a la estructura y desde allí abajo alzó la mirada. Contempló aquella serie de escalones de piedra que se elevaban hasta la cima y, de uno en uno como exige el protocolo, la mariposa dorada fue ascendiendo sin ayuda de sus alas.
    Al llegar a la cumbre (satisfecho por el arduo esfuerzo realizado) Papalotl se encontró con el rostro del anciano. Sonreía. Advirtió que emanaba sabiduría y amabilidad como quién desprende un dulce olor a perfume u obsequia con hermosas conchas a sus seres queridos; también que vestía ropas muy extrañas. Además, cuando habló, su voz sonó fuerte a la par que serena:
    —Ya es momento —dijo.
    —Tú has de ser aquel de quién escuché una vez, en mi niñez —musitó Papalotl con todo su respeto al tiempo que hacía una reverencia—,  Quetzalcoatl, el sacerdote mayor.
    El anciano rió, y sonó apacible.
    —Y tú has de ser aquel de quién yo escuché una vez, Papalotl, la mariposa soñada que carga a su espalda con el joven guerrero Azteca, que se atrevió a cruzar el desierto.
    Papalotl lo miró sin comprender a qué se refería.
    —Quetzalcoatl, no lo entiendo. Yo fui un bravo guerrero que luchó en cien batallas y murió con deshonra. ¿Por qué soy ahora mariposa?
    —Porque un día soñaste que podías serlo.
    —Pero mi mundo nunca fue la vida, y en cambio ahora es lo que me hace feliz. Aborrezco la guerra, y me arrepiento de aquello que un día fui.
    —Lo cual significa que tu muerte fue injusta, pero justificada —dijo el sacerdote, e hizo un ademán indicando a Papalotl que se posara en uno de sus dedos, desde donde lo escucharía con mayor atención—. Tu orgullo como valeroso guerrero te hizo grande en su momento, pero no te ha impedido abrir los ojos a la sabiduría.
    —Quetzalcoatl, ¿fue tuya la voz que escuché, aquella que me salvó la vida en su momento, y también la que me otorgó este regalo alado?
    El sacerdote volvió a sonreír.
    —No, amiga Papalotl. Fue tuya.
    —¿Mía?
    —Solo tú tienes el poder de hacer tus sueños realidad.
    «Mis sueños realidad... —pensó.»
    Entonces, Papalotl comenzó a notar como algo le sucedía. Se percató de que ya no podía sostener sus alas, y su cuerpo entero empezó a desvanecerse como convertido en un millar de partículas de arena que la brisa del viento pudo arrastrar sin esfuerzo. Pero no fue una sensación en lo absoluto dolorosa, y tampoco le produjo miedo.
    —¿Qué me ocurrirá ahora? —preguntó antes de desvanecerse.
    —Si un sueño muere es porque se ha hecho real.
    Las palabras del anciano, de párpados caídos a causa de la fatiga de la edad, reconfortaron a  Papalotl quien, aun sin una pata y siendo apenas una insignificante mariposa, pudo alcanzar a sentirse más grande que ninguno.
    Pero su voz se fue apagando, y su particular brillo dorado se desvaneció en el viento. Su respiración se debilitó hasta que, inevitablemente, su último suspiro alcanzó a escucharse a lo largo de la llanura, y todas las personas que presenciaban la escena con decoro derramaron una lágrima en honor a Papalotl, el un día joven guerrero Azteca...
    ...Pues aun cuando su corazón era grande y sus sueños vivirán por siempre, solo nueve meses vive una mariposa como aquella. Los nueve meses que fueron necesarios para su llegada al mundo. Los nueve meses en los que se detuvo a conocer su universo.
    —Duerme ya, mi pequeño Papalotl.



¿Te ha gustado? Agradecemelo con un comentario :)

0 comentarios:

Publicar un comentario